Alia.

por fernandobenavides

El día que llegó huyendo de la vergüenza, la central estaba vacía, no había nadie, unas pocas personas arrinconadas en las sillas, imitando la forma de los armadillos o las cochinillas, escapando del frío, cubriéndose con pesados sarapes a cuadros azules y blancos, con gruesos hilos en las orillas, percudidos y olientes a desánimo. Ni los vigilantes de la central se animaban a salir, pues temían que las manos se les resecaran, y al no tener mujer que les humectara la piel con crema rosada, preferían quedar dentro de los cuartos destinados a las escobas y trastes.

Bajó del autobús, poco antes escuchó la voz del chofer gritar el nombre del pueblo, adentro del camión, en la carretera, la lluvia se había filtrado por las ventanas, escurriendo hasta los asientos de la orilla, justo donde ella viajaba, así que el pantalón estaba mojado, la blusa estaba mojada y la chamarra estaba mojada. Tomó la bolsa que se encontraba en el maletero superior y bajó los escalones, antes de darse cuenta el camión había partido, sólo se había detenido en ese lugar para dejarla ahí, abandonada a su suerte, que si no hubiera sido por ella, el camión habría seguido derecho por la carretera para evitar el frío cortante de diciembre en el monte.

Era muy de madrugada, no había servicios de información. Fue al baño y abrió el grifo para lavarse las manos, el agua tardó en salir, haciendo ruidos y empujando el aire escondido de la tubería y cuando salió, pequeños trozos de hielo se formaron al contacto con la porcelana de los lavaderos, la barra de jabón estaba agrietada, aún así se tuvo que lavar la cara y el cuello, le dolió el agua y la piel se retraía a su contacto, cuando se desabrochó la blusa para lavar por debajo de los brazos -el único lugar caliente que conservaba- los poros se abrieron indignados.

Salió con la maleta hacía la catedral del pueblo con la intención de santiguarse antes de buscar a Blanca, caminó unas calles empedradas, el sol todavía se resistía, y sólo alguno que otro perro se aparecía con la cola metida entre las patas, caminando rápido, buscando un automóvil recién estacionado para meterse debajo de él mientras el motor se encontrara caliente, pero eso no ocurría, porque nadie había llegado en toda la noche, de modo que los perros regresaban a una esquina para protegerse del viento o morir en medio de la calle. En estas épocas del año no era difícil encontrar animales muertos en la calle por el frío, lo que más había eran pájaros y chapulines congelados, con las patas duras que no pudieron saltar más por la helada, entonces se les caían las antenas y morían segundos después. Los pájaros parecían rocas huecas que de pronto caían de los árboles.

Pensó en mantenerse caminando para no sentir el frío. Cuando llegó a la alameda se puso a andar en círculos, frotándose los brazos con las manos y llevándose el cuenco de las manos a la boca para calentarlo con el escaso vaho que producía. Así esperó hasta que los rayos del sol aparecieron y fueron ganando terreno en la piedra de cantera, entonces supo que había sobrevivido y que podía buscar a la prima Blanca para pedirle ayuda.

Tenía poco dinero, el suficiente para comprar atole o chocolate caliente y que el estomago se moviera un poco, ella creía que su estomago también estaba congelándose y se asustó. Parecía que el pueblo estaba despertando lentamente. Como no conocía los locales y costumbres del pueblo regresó al único lugar que sabía, la central de autobuses, esperando que las tiendas estuvieran abiertas, pero no, cuando llegó todo seguía igual, los mismos bultos arrinconados, sin señales de vida, quién sabe si lo que estaba bajo las cobijas eran hombres o paquetes de hierva santa. En ese momento comenzó a desesperar, porque no sabía qué hacer ni por qué había llegado aquí, sólo una vez recibió carta de la prima, una sola, y eso le fue suficiente para decirle al taquillero que quería un boleto para ese pueblo, estaba segura que la prima la recibiría; pero esto era tan distinto a una visita familiar y hacía tanto frío que empezó a perder la fe. Regresó de nuevo a la catedral, porque al menos ahí había algo de sol y podría calentarse la espalda y la ropa que seguía húmeda y le quemaba la piel.

Cuando llegó a la alameda se encontró con que ya había gente por ahí, hombres con sombrero y calzón largo blanco, cargando sobre la espalda metates y costales, y las mujeres llevaban vacías las bolsas del mandado tejidas con hilos de plástico rojo y azul, con agarraderas blancas, aseguradas con doble remache para que no se reventaran con los kilos de frijol, papa y limón, con los huauzontles y los elotes, pues aún no regresaban del mercado, apenas iban a él. Al ver eso volvió la sonrisa a su cara, que desde que recibió la noticia había perdido. Se sentó en una banca y por fin pudo cerrar los ojos y ver a través de los párpados cerrados el rojo traslúcido del sol. Se despertó hasta que el ruido del pueblo fue aumentando y los murmullos de las conversaciones llegaban por un lado y desaparecían por el otro, abrió los ojos y notó que su pecho estaba cálido y tranquilo.

Se dirigió a casa de la prima, preguntando a la gente dónde estaba la calle General Felipe de Jesús Ángeles, y le decían que para allá, y ella seguía. Cuando estuvo frente al portón tocó fuerte, se escuchaban las gallinas adentro, y un perro ladró cuando el cerrojo se golpeó contra la lámina, tocó tres veces hasta que escuchó que se abría una puerta adentro, escuchó el rechinar del mosquitero, seguido del sonido de la puerta estrellándose contra el marco de madera por el resorte que la mantiene cerrada. El portón se abrió, fue un hombre el que salió al encuentro.

– Papá -dijo sorprendida- ¿qué hace usted aquí?

– ¿Pues qué cree usted que hago? esperándola, sabía que vendría aquí, ¿que acaso no soy su padre para saberlo? -Y se hizo a un lado, indicándole que pasara a la casa. Se notaba el enojo en sus ojos, también la tranquilidad por haber acertado en la intuición. Con la enrome mano le abrió el paso para que se encaminara a la casa, a ella no le quedaba otro remedio más que pasar, explicarle por qué lo había hecho y suplicar que no tomara medidas en su contra.

Adentro estaba la prima Blanca, desbaratada por los nervios, y sobre la mesa había unos pocillos de peltre con café caliente, por un momento olvidó todo cuando vio el humo del café escapar fuera del traste, los gallos estaban picoteando la tierra afuera, ya no importaba mucho, porque el café, el café estaba caliente y en ese momento sólo le importó eso, ya para lo demás había palabras y lo más probable es que tuviera que soportar la carretada de golpes y humillaciones, la ira de su padre que finalmente había descubierto todo, pero para ella todo estaba bien porque hacia mucho no tomaba café.

La dejaron sentar y comer pan tostado, había nata que nunca había estado tan dulce, no hubo necesidad de azúcar, comió sin voltear más que al plato y la taza, cuando hubo terminado, aún sin levantar la mirada dijo: -¿Y cómo se dio cuenta? ¿quién lo sabe?- entonces el padre soltó toda la letanía que había ensayado desde ayer y toda la noche: qué cómo creía que eso iba a pasar desapercibido, si era muy lógico que fuera eso, ni que estuviera pendejo, porque podía ser un hombre de campo pero tenía educación, tenía principios, y creía que eso era lo que le había inculcado a los hijos, a ella y a su hermano, y pensaba que quizá algún día su hermano iba a darle un disgusto, pero nunca su hija, no la creía capaz, por eso comprendía y al mismo tiempo no, porque lo que había hecho la hija era muy grave, sabía que no había de otra más que irse, alejarse, porque eso que hizo ni modo de ocultarlo, no se podía ocultar, tarde o temprano iban a darse cuanta todos en el pueblo y sabrían por qué se había fugado la hija, tan lógico, pues si siempre estaban juntos, ni modo de no saberlo, había hecho bien en irse, hacer lo que había hecho, pero debió avisarle al padre, porque juntos hubieran podido hacer las cosas más pensadas, aunque este lugar alejado estaba bien, y él se dio cuenta que estaba aquí porque era la única carta que había recibido en su vida, la de la prima Blanquita, y se la pasó contándole a todos que su prima le había escrito, era obvio que el lugar más lejano que tenía era este, por eso en cuanto supo todo tomó el camión y vino para acá, ganándole la partida a la hija. Cuando llegó el padre con Blanca aún no llegaba la hija, ella paseaba en la madrugada por las calles empedradas.

Alia se soltó a llorar, lloró tanto que el cielo se nubló y cayeron las primeras gotas en la tierra y en los vidrios de la casa, lloraba de coraje, de sentimiento, lloraba como sólo se llora una vez en la vida, y ese era el momento para ella, y cuando alguien llora así no se puede hacer nada porque es triste y es hermoso, por eso el padre dejó que llorara y se acercó despacio, la abrazó y también le escurrieron las lagrimas de dolor hasta el bigote.

-No se preocupe hija, ya todo está bien.

Pero Alia no podía dejar de llorar, porque en el llanto recordaba todo, cómo lo había conocido, las primeras miradas y la emoción de verse afuera de la iglesia, después de misa de diez, la escuela y los rumores entre amigos, acercándolos, las salidas en grupo y las salidas en solitario, la luna y el viento que justificó el abrazo, lo que se habían prometido y las caricias sinceras que dibujaban las lineas inconexas en la palma de la mano no podían estar equivocadas, esas manos quedarían juntas, hechas para eso, cuidadas para jugarse al amor, eso creía antes de las fiestas del pueblo, ese era el día que venían planeándolo desde hacía unos meses.

– Cálmese hija, ya todo está resuelto -le decía el padre.

– Cómo va a estar resuelto si usted se dio cuenta y por eso está aquí y yo también, ya todos van a saberlo y yo ni cómo volver, usted no podrá estar en paz ni volver a ser el señor que era, por mi culpa, creí que había tenido cuidado pero ya ve usted que no, pero lo que pasó no fue cómo cree papá, yo no quería.

– Hija -decía el padre- no me está escuchando, ya todo está resuelto le digo, ya hablamos en casa y mire que usted puede estar tranquila, verdad de Dios que si.

Pero entre más palabras de consuelo decía don Gabriel, más lagrimas le afloraban en los ojos a su hija, respiraba con dificultad, los brazos le resultaban cansados, caídos de tanto esfuerzo.

– Mire hija, – le dijo don Gabriel mientras la sostenía por los hombros- le digo que todo está bien, yo encontré el cuerpo primero y me lo llevé a donde al terreno del tío, ahí donde no hay nadie y sólo pasta de vez en cuando el colorín, ahí lo enterré.

Alia no dejó de llorar. Afuera lloviznaba.

Imagen de Ariadna Pineda