El perro y el rey

por fernandobenavides

Poco después de la muerte de Martha, nos reunimos para jugar con el cuchillo por última vez.

Llegamos al mismo tiempo, excepto Luis, que llegó cuando la primer ronda había comenzado. Abrimos la reja con cierto temor, pensando que era un lugar prohibido desde entonces, con el pensamiento de que estábamos de alguna manera reunidos todos de nuevo.

Entramos por la ventana del sótano, evitando cortarnos la mano con el vidrio roto al quitar el seguro; cuando escuchamos que se botó la manija volteamos instintivamente a los lados, como si el ruido aquél fuera a llamar la atención de todo el vecindario.

El sótano siempre había estado oscuro, nunca nos tomamos la molestia de ver dónde estaba el interruptor de la luz, caminábamos directo a la puerta para evitar que nos viera alguien desde afuera, constantemente teníamos ese temor aunque la ventana estaba a una altura baja. Ese día me fijé en los estantes y en la gran mesa sobre la que seguramente hacían los tallados de madera. Estaba el cepillo y un serrucho como los habían dejado originalmente, más allá había un desarmador con el mango rojo.

Yo fui el último en entrar, así que cuando llegué a la sala ya estaban todos acomodados. Sara estaba en el sillón hundido, ya sin la blusa, decidiendo el lugar de su cuerpo para el momento de su turno; Patricia, sin embargo, estaba paseando los dedos por los vidrios y los bordes de madera de la vitrina, señalando las pequeñas porcelanas y los recuerdos de las bodas y primeras comuniones; luego Saúl se levantó y fue a la cocina con Aletia, sacaron debajo de la estufa el cuchillo envuelto en telas viejas; yo me senté con Sara e intenté platicar con ella, pero Sara respondía de forma rápida, concentrada en que esta vez tendría que aprovechar bien la oportunidad, así que la dejé sola y fui a la recámara. Nadie había entrado a la casa desde aquella vez, menos a la recámara, en donde habían estado Martha y Saúl montados en la cama de colchas grises con olor a humedad. Vi el espejo lleno de polvo, también la perilla rota de la cómoda y los portarretratos acomodados boca abajo, todos.

Entonces escuché que me llamaban, fui caminando por el pasillo y me detuve en la fotografía en donde estaba la familia en el campo, amarilla, quemada por el tiempo de los bordes, un poco chueca.

Ya habían puesto la música cuando llegué, las bocinas viejas con la misma melodía que habíamos utilizado en cada ocasión, era parte del ritual. Ahora que lo recuerdo, todas las veces que repetimos el juego lo hicimos con los mismos elementos, sólo fue aumentando la intensidad. Las cortinas estaban cerradas, todas menos la primera de la sala por donde apenas entraba la luz, filtrada por la bugambilia sembrada a la entrada que se alcanzaba a ver desde adentro.

Ahora le tocaba el papel de reina a Aletia y a Saúl el de perro fiel. Ya estaban acomodados en el trono, que era la silla de madera pintada de verde que encontramos en la cocina, la misma en la que nos subimos para ver qué había en la alacena y saltamos cuando entre las latas se arrinconó una rata que después dejamos morir encerrada. Una semana después del raticidio castigamos a Lu con sacar al animal de ahí y tirarla, era lo justo, había perdido el juego y estuvimos de acuerdo. Ella lo hizo, pero no volvió jamás a la casa de la esquina, creímos que nos iba a delatar pero no fue así, sólo nos dejó de hablar. En alguna ocasión, cuando nos tocó atender juntos la cooperativa de la escuela, me preguntó si aún íbamos a la casa cada martes, le dije que sí, pero ella no siguió con el tema, se encogió de hombros y despachó la hamburguesa y el refresco que le habían pedido al otro lado de la barra. Nunca volvimos a hablar ni de eso ni de nada más.

Aletia estaba en el trono y Saúl sentado en el tapete marrón, que fue lo único que trajimos de afuera. Teníamos prohibido alterar el orden de la casa, así como había sido abandonada tendría que permanecer. Saúl tenía el cuchillo cerca de la mano, alcancé a ver los rastros rojos, secos en el filo.

El primer turno era para mi, así habíamos quedado, pero antes abrimos el juego con el protocolo que tantos meses nos llevó perfeccionar. Saúl parecía ansioso, todos lo estábamos, era la última vez, tenía que salir como habíamos planeado, incluso como lo habíamos logrado dos ocasiones atrás. Noté a Sara asustada, su espalda sudando y pareció salir de su concentración al escuchar el ruido de los balines correr dentro del palo de agua indicando el inicio. Señalé con los ojos cerrados las cartas y la reina dio la orden a Saúl para que fuera por ellas: -Ve por ellas, perro fiel -le dijo. Saúl gateó hacía las cartas y tomó una con la boca, la primera, y la llevó hasta el trono, donde Aletia. La reina la abrió y sonrió, entonces le pidió a Sara que se pusiera al centro y señalara sus pecados, Sara lo hizo: se acercó y dijo que el pecado había entrado por el hígado, señalando su costado. Sara temblaba. Cuando la reina lo indicó, nos acercamos haciendo el ruido de la meditación que aprendimos viendo un documental. Al rodear a Sara el perro fiel le preguntó qué quería, si confesar o extirpar, fue entonces cuando Luis llegó.