Casa

por fernandobenavides

Me despedí de la vieja casa recitando todo el alfabeto, para que ella tomara las letras que necesitara para formar las mas hermosas palabras de un buen adiós.

La casa ya estaba vacía, se había quedado sólo con el eco de las palabras que acariciaban sus paredes y ella, en un acto dolido, regresaba las mismas palabras de vuelta a quien las decía, sin escucharlas.

Estuvimos en ella 28 años, recuerdo que al llegar su color era gris, la cal apenas había sido colocada y faltaba el barandal de la escalera, entonces teníamos que caminar (muy niños aún) pegados a la pared para evitar caer de la enorme distancia que significan los 16 escalones para un niño de seis años.

Ahora, después de tanto tiempo, la veo desnuda, con las paredes lisas de nuevo, sin cuadros, la alfombra que se mantiene recordando las patas de los sillones y las cicatrices del piano negro que cargó por varios años, ya no hay muebles, todos se han ido, unos de puntitas, otros en desbandada llegando hasta el camión que los cargó lejos de ahí.

En los últimos años la casa tuvo el trabajo mas pesado de todos: sostener los recuerdos, pues ya no estábamos ahí; hacía tiempo habíamos partido, mi madre siguió hasta que descubrió que ya no había gritos y la comida se echaba a perder en el refrigerador después de esperar semanas a ser probada, por eso la vendió.

La casa fue construida con los años, como si los días hubieran tomado la pala, el cemento, el aire y el agua y en gigantescas manos hubiera amasado dolores, risas, cumpleaños, pleitos y sorpresas, las noticas y todas las historias que se contaron al amparo de la lampara en la cocina.

Antes las puertas estaban rotas, se podían ver los puños estampados en la madera, resultado de las peleas de Luis con todos los miembros de la familia, por eso no sólo las puertas, sino toda la casa afrontaba una constante batalla con la adolescencia de tres hermanos contra un mundo que tanto cambiaba sin avisar.

Ahora está vacía, nos ve de lejos, nos ve de cerca, nos acaricia con sus dedos de aire, nos alimenta con recuerdos, pocos, bien profundos.

Ahí pasó de todo, platicamos de todo, soñamos lo que olvidamos e hicimos lo que recordamos al despertar. De ahí los caminos se partieron por el ancho del océano, regándonos en un lugar, en otro, llegando al puerto seguro de su cochera sólo para dar un beso en la frente a nuestra madre y verla sonreír mientras se despedía de nosotros mientras nos dirigíamos al monte para rompernos la cuerna, ciervos luchando contra ciervos cabeza contra cabeza.

Así que ahora veo la casa, sin muebles, con el jardín desconcertado, las ventanas dudosas de dejar pasar la luz, la azotea que ya no recibirá más la planta de nuestro pie descalzo para limpiarla, la sala del televisor donde tantas veces el sueño nos encontró. Ahora veo que la casa está en espera de lo que le viene encima, nuevas voces que habrá de aprender, nuevos nombres, personas que llegarán a tocar sus esquinas, a recibir la sombra de su domo, escucharán el paso de la luna desde la ventana de mi recamara, respirarán el olor a domingo que llega hasta las camas, tan amable el sol en el predio, tan alejada que se va viendo la casa cuando tomamos el camino que nos aleja, dejándola cimentada en el número 180, bien educada, no puede levantar sus enaguas ni acompañarnos, que bien quisiera ella, lo sé, ir tras nosotros. Qué lástima, nos hubiera gustado que nos acompañara, pero la calle a últimas fechas se cubría de sombras indeseadas y los sonidos ya no eran los de cuando niños. Por eso cambiamos y la casa también cambió, no es la misma, sólo que nos gusta recordarla como entonces, como cuando teníamos que subir los escalones pegaditos a la pared para no caer.

Por eso al irme me despedí de ella en nombre de mis hermanos -Adiós, casa -le dije y recité todo el alfabeto, para que ella tomara las letras que necesitara para formar las mas hermosas palabras de un buen adiós.