Carta 1: 14 de Febrero, Berlín
por fernandobenavides
Éramos Berlin, después de la segunda guerra mundial, o después de cualquier confrontación civil, cualquiera que haya tenido, que la haya destruido y acabado, como tantas veces le ha pasado.
Eramos todos los esfuerzos, todos juntos, los de evitar las peleas, la fuerza toda, la destrucción y la compasión; éramos los intentos de salvación que se quedaron en el camino, varados en el muelle, acribillados en las zanjas, éramos los sobrevivientes y los muertos. Eso éramos nosotros dos, nuestra relación; así se veía después de aquella noche en la que se vino abajo, en la que nos matamos.
Yo me habría de mantener de pié, pero sin fuerza alguna, andando a paso lento entre los escombros de los que nos hicimos, entre bloques de concreto y cortina caídas, caminando en la ciudad de ruinas que terminó siendo lo que habíamos levantado, a lo largo de los años, día a día.
En qué habíamos convertido todo aquello construido: en una población desértica, en lamentos y asombro, en ojos vacíos… éramos Berlin.
Tres días antes, cuando discutimos, en la noche, se había anunciado el frío constante al otro lado de la ventana; entraría horas después.
Entonces nos asesinamos en una discusión tranquila pero violentísima, la calma que mata con palabras una a una hasta formar el hecatombe aquel del que, por desgracia, ninguno de los dos sobrevivió, porque ninguno de los dos nos perdonamos, ni nos tuvimos compasión.
En los siguientes días no llegué a casa, me mantuve caminando en aquellos lugares que me daban techo para guardarme de las heridas, pero no salí. Afuera helaba, decían.
Después regresé, hablamos ella y yo por primera vez en todo ese tiempo, usando frases cuidadas, porque estábamos asustados de todo el daño que hicimos, horrorizados de no habernos tenido incluso lástima, poca siquiera.
Descansé en una habitación separada, dormí y desperté; ella también despertó. Juntos, en la mañana, con un abrazo de tregua, vimos por primera vez las consecuencias de lo que habíamos hecho, sentimos los escombros de nosotros, la paz que reina cuando la guerra termina y los miserables capitulan, cuando todo está derrumbado. Aún se escuchan algunas piedras caer retrasadas, no hay edificio en pié, ni muros sostenidos, no hay vida, sólo una poca guardada en ese abrazo; pequeña, frágil, casi acabada.
Había silencio, no sabíamos qué hacer entonces, si decidir por un jardín memorial que recuerde lo que habíamos destruido, o reconstruir de nuevo casas y puentes, esperar de nuevo el grito del tren. No sabíamos qué hacer ante nuestros propios actos. Éramos Berlin.