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Los escritos de Fernando Benavides

Ir y regresar

Aquí está la verdadera soledad,
lejana de vencer,
aunque se quiera tanto,
aunque se llore a los seres queridos,
aunque a uno le duela la piel,
y nadie esté para abrazar.

Aquí están los recuerdos,
cuando ibas camino a la ciudad,
sin que nadie te esperara allá,
ni nadie te pidiera regresar.

Todos estaban espiando
sin entender por qué uno va y regresa,
por qué uno se mueve,
se aleja;
sin saber por qué siempre es mejor irse
a quedarse.

Está el camino junto al olor de mar,
los pensamientos aquellos,
el querer encontrar a alguien
y susurrar a los oídos que quieran escuchar.

Están las noches abandonadas,
los desvelos,
los fracasos que son el paso del exilio,
y el ruido de la arena al caminar.

Están los descubrimientos
que se hacen cuando no hay nada que encontrar;
la sinceridad,
de una vida sin rumbo,
y todas las veces que crees ser feliz
sin tener a alguien para confesar.

Están los vuelos a París,
los caminos en el aeropuerto;
está ver los desaires,
y no ser nada de lo que has pensado.

Está la noche,
que no acaba,
que tiene que regresar,
que tienes que andar,
sin que nadie vea,
ni te pida continuar.

Aquí está la verdadera soledad.

Derrotarse

Esa noche no había estrellas
ni aire
todo era una cerveza derramada sobre el cielo,
sobre los edificios;
era eso
sólo eso
y eso hacía que nada se viera bien,
más que sus ojos tristes.
Calmada,
desinteresada por mi,
alejada.

Todo el tiempo me preguntaba qué hacía ella allí,
y cómo es que se movería a mi lado,
cómo se quitaría la ropa,
cómo la aventaría al suelo,
sin nada que hacer,
con un camino muy triste recorrido por los dos;
ella bostezaba, pero no importaba, porque yo no estaba ahí para ella, sino por ella.

Alguno de los dos habría de derrotarse, y ella estaba agonizando, siendo nada y siendo todo.

Teníamos una canción de los Stones, que era lo único que la mantenía conmigo y nada más,
entonces me preguntaba si acaso –en una vida digna– se necesitaba algo más que una canción absoluta para estar acompañado.

Estaba su espalda,
tan pequeña
tan grande
tan de los dos,
pero más mía que de ella;
ella conservó los ojos tristes,
fue lo único que le dejé conservar,
lo demás fue mío;
pero no la toqué,
ni la recorrí,
ni suspiré en su vientre.

Ella se asustó y se fue,
se levantó rápido
y rápido desapareció,
yo me quedé con el tabaco,
los laberintos,
la marea,
el sol de su piel.

En la noche no hay quien soporte mi desnudez,
ni aventure historias juntos;
no hay nadie que quiera hacer algo
que dure hasta la mañana,
temprano,
cuando todo cuente de nuevo.

Entonces,
recordé su sonrisa
y como desde hace 20 años,
me quedé solo,
y me puse a escribir.