Insectos
Hubo un momento en mi juventud
en el que decidí irme de todo lo que conocía
y alejarme de la gente que me amaba.
Me fui camino arriba,
y camino abajo
de la vida que empezaba.
Tomé rumbo al fin del país
y conocí el Atlántico,
el Golfo,
y por primera vez sentí temor por no saber dónde dormiría,
y los insectos se arrastraban por las calles,
algunos se escapaban, corriendo por los resquicios
cuando prendías la luz.
Me fui de un lugar a otro
con mi nuevo miedo,
el miedo de no tener qué comer,
ni dónde dormir.
Me llevé ese nuevo sentimiento,
y no le hablaba demasiado,
lo dejaba morir de hambre
mientras yo pasaba hambre,
pero ni él
ni yo
morimos.
Un día decidí regresar a lo que había dejado atrás,
a los amigos que me extrañaron
y me habían olvidado;
antes de irme miré por la ventana del cuarto donde me quedaba
y nevaba;
había pequeños dragones negros en los faroles de la calle,
con sus hombros cubiertos de nieve.
Yo solamente sentía frío,
y los grillos morían de frío también;
ya no cantaban tonadas de desesperación;
solo yacían
porque no lo habían logrado
y yo tampoco.
Entonces caminé,
abandoné mis cosas en aquel cuarto
cómo había abandonado antes todo
y tomé un tren frío
que me llevó de nuevo a casa,
pero en realidad me estaba alejando
y me sigue llevando lejos;
pero ya no sé a dónde me dirijo;
sólo sigo con aquel miedo
que me hace levantar en la noche;
y los grillos
siguen sin cantar;
ellos y yo morimos todos los días
en el frío
a los pies de aquel tren,
que al arrancar hace el suficiente ruido
para cubrir el susurro del miedo
pero no el suficiente…
nunca el suficiente.