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Los escritos de Fernando Benavides

Categoría: ciudad

Regresar

Uno regresa a esos amores que lastimaron,
que tanto daño hicieron,
que acabaron contigo
sin consideración
y sin piedad.

Uno regresa a esos amores
que nos destrozaron;
uno regresa
por los pequeños momentos
que nos dieron felicidad.

No sé por qué lo hacemos,
pero lo hacemos;
como si no tuviéramos oportunidad
de sufrir de nuevo
y quisiéramos hacerlo una vez más.

Uno regresa a esos amores
que tanto daño hicieron
y de los que tanto aprendimos,
que nos lastimaron
y en el fondo
disfrutamos.

Esa muerte
que no nos mató.

Recuerdas lo que te hacía reír
y olvidas lo que te hizo llorar;
olvidas por qué te fuiste
o prefieres no recordar.

Abrazas esa tierra
de nuevo
y le pides perdón por dos cosas,
una por haberte ido,
y otra
por no poderte quedar.

 

Golpes en mi cabeza

Escucho golpes en mi cabeza;
me despiertan,
me atemorizan,
me hacen dudar que afuera hay paz
o me recuerdan que no la hay.

Son fuertes estruendos que llegan y no se van;
cada noche;
con ello me levanto
y comienzo a buscar qué ocurrió
por la ventana
y en las calles,
en las peleas.

A veces no hay nada.

Escucho golpes en mi cabeza
y espantan el sueño,
el único,
que es estar en tranquilidad.

Nunca ocurre.

Los escucho al dormir,
cuando estoy lejos de todo
y no quiero regresar.

Escucho golpes en mi cabeza
y tengo temor
de que no se vayan
y suenen más fuerte la próxima vez.

A lo mejor siempre han sido puertas.

La soledad, el solitario, el cansancio, la virtud

Y ahí estábamos,
con toda la arrogancia de nuestro pequeño mundo,
con las ganas de ser y no ser,
con los cuerpos separados,
aún sin verter el whisky,
ni oler a tabaco.

Con las palabras por delante,
con la vida que podríamos contarnos,
quizá,
o dejar todo tranquilo
con el camino por recorrer,
de nuevo,
solos.

Tan cerca,
que todo parecía tener calma;
y asustaba.

Las manos tensas de no tocar,
la ciudad cayendo a pedazos
sin que nos importara,
o nos importara un carajo.

Pequeñas, pequeñísimas noches,
con brutales sentires,
momentos que olvidaríamos,
o guardaríamos en el pantalon
de nuestro funeral.

Estaba todo:
la soledad,
el solitario,
el cansancio,
la virtud,
las mañanas lluviosas y contadas,
las historias tormentosas que traíamos a rastras
y que necesitábamos para encontrar cierto sentido nuestra vida;
cierto triunfo de haber sobrevivido.

Estaba todo eso,
y la noche,
que era particularmente quieta,
antes de decidir
lo que queríamos hacer.

Eran las miradas de las criaturas fieles
las que nos acompañaban,
y lo harían
aunque nos desmoronáramos en fortaleza,
y nos moviéramos de lugar,
una vez más.

Una mañana de lluvia discreta

Llovía.
Afuera la gente escapaba de apenas unas gotas y, los que estábamos adentro, queríamos sentirlas.

Hacía tiempo no andaba por el aire el sentimiento de grandeza,
todo había sido un camino que parecía llevar a ninguna parte,
y eso había encontrado una pausa,
al menos por ahora.

Yo estaba demasiado acostumbrado a la soledad,
lo cual era bueno,
pero me permitía ciertos momentos de duda,
de cierta reivindicación con la vida
y las madrugadas.
Éste era uno de ellos.

Me parecía que el cabello de todas las mujeres del mundo estaba mojado,
y el agua escurría a su punta,
dejando caer una gota hasta sus senos
para luego dejarlos en paz.

Todo tenía el tamaño perfecto,
los volcanes estaban en erupción en algún lado
y los cráteres invitaban a un suicidio amoroso,
salvaje y real.

En ese momento estaba en mi lugar
esperando a que algo pasara,
o nada,
y estaba bien;
por algunos momentos la calma llega
y te engulle,
y no sabes qué hacer con ella
así que te mantienes quieto,
aguardando el día en que a la mitad del camino
llegue una buena mujer para desnudarla,
y todo vuelva al caos de nuevo,
como si la vida no fuera perfecta,
por una mañana de lluvia discreta.

No me dejes por favor

Estaba saliendo de casa
buscando algún lugar para comer,
parecía que el cielo
se iba a romper
y llovería de nuevo.

Entonces vi a esa pareja.
Él estaba tirado, a los pies
de ella
y le decía una y otra vez
No me dejes por favor,
sólo decía eso;
ella,
por su parte,
parecía no angustiarse,
y tampoco parecía ceder,
en lo que él,
en el suelo,
repetía:
No me dejes por favor,
pospuesto, lloraba.

Cuando pasé a su lado ella dijo:
Ya me has lastimado suficiente,
o mucho,
no recuerdo la palabra exacta,
y lo decía sin sentimiento alguno,
incluso
sin rencor;
parecía repetir una línea inamovible
de un guión bien estudiado.

Intenté recordar,
si alguna vez,
había caído a los pies de alguien así,
no encontré algo parecido;
pero no sé,
todos tenemos dramas suspendidos.

Dí vuelta en la esquina
y seguí escuchando
al tipo decir
No me dejes por favor.
Cuando le dices a alguien
que no te deje,
ya no hay nada qué hacer.

Continué caminando;
tenía antojo de pizza
y en cualquier momento,
comenzaría a llover.

El maratón

Cierran la ciudad,
para que 20 mil personas puedan correr,
y se sientan bien;
mientras 15 millones,
no pueden cruzar las calles,
y se sienten peor.

No necesitaban eso,
retrasar la poca felicidad,
en sus vidas tristes,
difíciles y miserables.

El gobierno dice que está bien,
y corren 20 mil personas,
quizá 4 mil abandonen la carrera.

Va un tipo con una bandera,
dice correr por la paz,
pero no se disparará una bala menos
por su causa;
eso es seguro.

Detienen la ciudad,
15 millones no podrán llegar
a donde querían,
preferirán quedarse en sus casas.

La autoridad cree que está bien,
joder a 15 millones,
por 20 mil personas sanas,
pervertidas,
muchas no han pagado la pensión de sus hijos,
o golpearon a su esposa la semana anterior.

Correr el maratón,
es la forma más hipócrita,
de la dictadura.

Lunes

Lunes,
maldito lunes,
el hijo bastardo del domingo,
maldito domingo.

Tendría que ir a trabajar,
había que pagar la renta y comprar un par de botellas de vino,
además, había terminado de leer un libro del que esperaba más,
estaba deprimido,
últimamente espero más de los libros de lo que entregan,
como las mujeres de mi,
que esperan
y no encuentran.

Afuera sonaban las sirenas,
a esa hora la gente ya se estaba matando;
teníamos un gobierno deficiente,
como todos los demás,
y la gente como yo se contentaba con una botella de vino que no estuviera avinagrado,
o casi.

Aún tenía una botella abierta en la cabecera,
el vino era malo,
pero era el único que había,
y un poco de cerveza.

Así que ahí estaba,
en la cama,
la noche invadiendo cada esquina.
La noche es un ejercito invasor,
despiadado,
preciso.

Mi perra Gretel estaba a mi lado
despertaba y volvía a dormir,
sin importarle la renta,
ni los intentos.

Era lunes,
y estaba terminando;
a las 11:30 había música clásica sonando,
y no estaba mal.

Bares de categoría

Cuando voy a un bar,
un bar de cierta categoría,
de esos en los que la música no dice nada
y las bebidas son malas
y caras,
no me fijo en los asistentes
(a los que quizá envidie)
sino en la gente
que no pertenece
e intentan sacar algo de ahí;
como el señor que vende figuras de peluche,
o rosas,
el que ofrece discos,
y sin tomar una copa
está más perdido que los bebidos,
y quiere salir de ahí.

Las mujeres por lo general son hermosas,
muy hermosas,
y visten buena ropa,
el cabello llega hasta sus hombros
como si hubieran nacido así de bellas;
se acercan el vaso a los labios,
y mojan la orilla
mientras sus acompañantes
aparentan platicar
cosas interesantes.

Lo mismo me pasa con las construcciones
de los negocios que no funcionan,
y llegan otros a tirar las paredes
con mazos y picos
para poner otras paredes;
me llega un pesar
al ver que lo que estaba
no funcionó,
no me gusta ver
cómo las ideas aquellas
se caen,
destruidas por los mazos;
siento nostalgia por el derrumbe
de esos vidrios
y paredes
cuando los veo cambiar.

Luego sigo caminando
sabiendo que no tendré
a las mujeres
de los bares de categoría,
con sus lindos lentes
y pantalones ajustados,
usando dulce perfume
y ropa interior costosa.

Sigo caminando,
esperando ver
alguna construcción
que no haya caído
y me devuelva la poca fe
en las personas,
y que el mundo no se vuelva un bar de categoría
al que no pueda entrar.

Todo ha caído

Todo había caído. Era una mañana al final de la semana y estaba nublado, cada tanto el cielo soltaba pequeñas descargas de lluvia y, aunque eran esporádicas, mantenían un ambiente de nostalgia andando por las calles, entre automóviles y paredones.

Todo había caído. Un día antes Rebeca se enteró del fin de su vida como la conocía, o el principio de una nueva, aunque todavía no lo veía de esa manera; también Roberto se había ido de la casa que, después de prometer lo contrario, se metió por las venas una aguja con heroína rebajada con cloro, apenas el suficiente para que corriera con fuerza desembocada la sustancia por su sangre, ya lo había hecho antes.

Yo me levanté tarde, pero parecía apenas el inicio de la mañana por el tono gris que le da la lluvia al día. Aún en la cama voltee la cara y vi a Lissette a mi lado, ella era mía y estaba dormida; en la noche, después de habernos bañado juntos, nos quedamos dormidos, supe que había tenido pesadillas, no sólo por el acostumbrado rechinar de sus dientes, sino por el grito que la levantó en la madrugada, después la abracé y pareció olvidar lo que había soñado.

Me senté en la cama despacio, me puse los pantalones, un zapato estaba perdido debajo de la cama y el otro en medio de la recamara, salí al baño para lavarme la cara y vi sobre el lavabo una loción de tono morado para ahuyentar la mala suerte, me puse un poco. Fui a la cocina, desde hacía días me dolía la mandíbula por el golpe, saqué un frasco con calmantes y me serví un vaso con agua, mientras el vaso se llenaba escaparon grandes burbujas dentro del garrafón. Aire buscando aire. Luego me tomé las medicinas y salí para la oficina.

En el camino crucé debajo de un puente por el que años atrás pasaba el tren, ahora sólo están la vías y más adelante, a las orillas, hay una especie de ciudad perdida, así le llama Lissette a esas casas que se encuentran a la vera, por donde está un altar dedicado a la santa muerte, un altar grande aquel. Cuando pasé por el puente vi a una señora caminando en sentido contrario al mío, en muletas, le faltaba una pierna e iba trabajosa por aquella calle que, hay que decirlo, tiene una inclinación considerable. Cuando pasó a mi lado la escuché balbucear algo, pero el ruido de los camiones pasando me impidió entender lo que decía, luego voltee la mirada y la vi arrastrándose sentada por el terreno baldío hasta llegar a un árbol, lo último que alcancé a ver fue cómo se abrazaba de un tronco muerto.

El resto del trayecto pensé en cómo habían cambiado las cosas, cómo afrentaría Rebeca la muerte de Eric, y el basurero dónde ahora seguramente vivía Roberto, con la jeringa colgando de su brazo, dándole un poco de tranquilidad en medio de las ratas y los ratones andando por su espalda al estar sentado recargado en la pared.

Mientras tanto Lissette y yo habíamos empezado a empacar, la casa ya tenía dos o tres cajas en espera, los libros estaban apilados por categorías y pronto estaríamos buscando una nueva casa, hecha con ladrillos rojos que resistieran el viento y con ventanales grandes, donde pudiéramos ver cómo cae la lluvia, después de una mañana nublada.

Soñando Diferente

He empezado a soñar cosas diferentes, hormigas en mis dedos que se convierten en letras. Siempre me han gustado las hormigas y hoy se mueven rápido, de la cabeza a las manos, del blanco al negro de la tinta, de una guitarra eterna a una cursiva escrita… del cielo, del infierno.

He empezado a soñar diferente, he pensado en tu estas aquí, he soñado con quien no eres, en todas las cosas y todas ellas eres.

Te he empezado a extrañar, también te he empezado a olvidar..

He empezado a pensar en los insectos que no hay aquí, que serán otros, en que el piso y el cielo no serán los mismos cuando en realidad lo son.

La respiración es diferente, es caliente, las manchas de cinta y el eco de todo… he empezado a soñar cosas diferentes, sí, pero todas ellas son claridad, la claridad de un caos.

Bienvenido Caos, hay mucho por hacer.