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Los escritos de Fernando Benavides

Categoría: cuentos propios

A la orilla del volcán

Después de la tercer tormenta supusimos que vendría otra, por eso nos encerramos en la casa y buscamos el sótano, y por eso nos habíamos acostumbrado a la oscuridad cuando se fue la luz.

Sólo estábamos Rina y yo, que hacía tiempo no nos veíamos, pero el inicio de la lluvia nos sorprendió más cerca de la casa de mis tíos que de su apartamento, el cual, de cualquier manera, estaba frente al volcán y no tenía mayor protección que los ventanales. Le propuse ir a la casa de los tíos por la cercanía y porque estaba mejor apeada: tenía una despensa y lo necesario para sobrevivir, excepto luz, pero de eso nos dimos cuenta cuando las ventanas y puertas empezaban a azotar. Buscamos la esquina del sótano y nos sentamos ahí cuando el viento comenzó a silbar. A mi Rina no me gustaba y había estado evitándola todo el año, sólo que ahora era cuestión de sobrevivencia y estábamos ahí, cuidando uno del otro; por eso en esos tres días ella fue al principio mi amiga y supongo que yo el de ella aunque después, quizá un mes después, ya no volvimos a buscarnos; por la vergüenza.

Cuando ocurre una tormenta como aquella todo se oscurece, perdimos la noción de la hora y pensamos que de un momento a otro todo iba a acabar, al principio teníamos el control pero la luz tumbó nuestros planes; nos arrastrábamos hasta la alacena, debajo de la escalera, para sacar comida y abrir el agua a tientas. Todo el tiempo hablamos en susurros, aunque no era necesario. Dormimos mucho y cuando menos lo esperábamos estábamos abrazados.

Yo creo que fue cuando escuchamos caer los cables de luz y tronar el transformador, nos asustamos y nos juntamos como si uno fuera la puerta de salida del otro. Los teléfonos dejaron de funcionar y nos preocupamos por Samantha, que estaba sola en su casa, pero no podíamos salir. En algunos momentos escuchaba a Rina rezar, supongo que por todas las personas, no sólo por Sam, pero no le pregunté, porque también la escuché llorar y no quise interrumpirla. A mi no me dieron ganas de llorar, incluso sentí mucha pena cuando comencé a pensar en Rina para desnudarla, hacerle el amor por si era la última vez que lo podíamos hacer, en el último día. Antes que llegaran las brigadas a la casa ella me dijo que había pensado lo mismo, por eso cuando le toqué el pecho ella se alzó rápido la sudadera y comenzamos a besarnos mientras ella me quitaba el cinturón. Quizá lo hicimos cuatro veces en los tres días.

Lo que me hizo sentir vergüenza (y supongo que a ella también) fue que todo lo que dijimos parece falso; en ese momento no, lo sentíamos de verdad, pero parece falso: yo no la amaba como se lo dije, y yo no le gustaba tanto como ella me dijo, sus piernas no eran las más hermosas al tacto ni su saliva preciosa, su voz era promedio y pude vivir sin su calor; tampoco quería que se embarazara como en ese momento lo dije con la esperanza de tener alguna descendencia desesperada.

Desde la primera vez, después que hicimos el amor, yo me arrastraba ansioso por la madera para conseguir las cobijas y que Rina no pasara frío, igual hacía con la comida, como si fuera aquello una proeza, como si hubiera tenido que salir a cazar o pescar a mitad del fin del mundo. Nos mantuvimos sobrios y haciendo planes para el momento de salir, como la construcción de un mejor sótano en otra casa y la venta del departamento de Rina para tener un lugar seguro. A mi ya no me importaba ni Diana ni nadie, lo único que me importaba era salir con vida al lado de Rina. Iría a la ciudad para avisarle a mis padres que dejaría el trabajo en la imprenta y tomaría uno de los talleres para obtener un ingreso fijo, ser un hombre con algo asegurado, ofrecerle algo a Rina; a ella le pareció una buena idea y el plan de vivir en San Sebastian fue de los dos.

No me dio pena haberla besado, ni dormir tomados de la mano esos tres días, no me dio pena haber sudado con ella ni habernos hecho el amor tan desesperadamente como lo hicimos. Lo que me da pena fue que cuando los bomberos tumbaron la puerta y entró luz se fueron nuestros planes, y yo dejé de amar a Rina en ese momento y ella me dejó de amar, incluso la dejé de querer y ella a mi, por eso al día siguiente no nos hablamos y cuando nos encontrábamos en el centro comercial sólo nos hacíamos algunas preguntas y buscábamos la menor oportunidad para despedirnos rápido.

Me da pena que aquellas intenciones eran realmente sinceras, los dos lo creímos y planeamos; durante tres días no había nadie para mi más que ella y la amaba con desesperación, hasta que la tormenta acabó. Entonces empecé a sentir vergüenza de las palabras, porque duraron muy poco, porque nos faltó tormenta; o me dio pena porque a veces amamos honestamente pero no el tiempo suficiente, entonces se pone en duda aquel amor, por no durar, por no soportar tanto; pero en verdad nos amamos, y en verdad nos separamos sin remordimientos.

Qué pena, de verdad, que la gente no crea en amores cortos, de dos o tres noches, o que uno no se dé cuenta que sólo se ama al borde de la muerte.

Por el camino

Estábamos en el automóvil, era un automóvil viejo, lleno de polvo;
íbamos sobre un camino terroso,
nos deteníamos de vez en cuando para cargar gasolina y beber una cerveza,
era entonces cuando las corcholatas estaban en el piso;
recuerdo las corcholatas.

Sin muchas palabras,
no hablar era parte de la conversación,
Jessica estaba a mi lado.
Yo era un monstruo y Jessica tenía esos enormes ojos de tristeza,
luego su sonrisa asomaba al mismo tiempo,
era toda ella una contradicción,
por eso estábamos juntos
y por eso no me dejaba.

El sol daba,
daba en el camino,
el sudor en ese momento era necesario y la sombra era apenas,
revisábamos la gasolina cada tanto, creíamos poder llegar a cualquier lado,
sabíamos que nada estaba escrito.

Más adelante el camino era franco desierto.
Me detuve en medio de la carretera: no había nada.
Le pedí a Jessica que tocara el violín, siempre cargaba con su Cremona,
copia de un Stradivarius 1872;
se sentó en el capo y comenzó a tocar,
yo también me senté recargándome en la llanta y comencé a escribir.

Una cita que nunca llegó

Un día conocí a una chica,
y parecía tenerlo todo
¿sabes a lo que me refiero?
la plática,
la música,
los silencios,
y la cara,
también tenía la angustia
que es importante;
parecía tenerlo todo
(quizá también tendría lindas piernas).
Acordamos encontrarnos,
y planeamos escuchar música vieja.

Entonces llegó el día
y nos decíamos Ya casi es hora.
Yo pensaba que sería una buena chica,
tal vez demasiado buena,
con oscuridad respetable en sus ojos, que sólo imaginaba,
y una tranquilidad amenazadora.

Llegué al lugar y me serví una bebida,
y luego otra,
minutos antes ella había dicho que llegaría,
era un acuerdo mutuo de confianza,
como los que nos hace humanos a los humanos,
y tomé otra bebida
y ella no llegaba.
Le marqué para preguntar si vendría
y contestó que no,
pero asomaba burla en su respuesta,
hasta cierto placer,
cierta alevosía,
y con la misma tranquilidad me dijo Toma una por mi
y escucha a Leonard Cohen,
y yo supe que la humanidad se estaba acabando,
que estábamos destruyendo más rápido
de lo que construimos.

Me preguntaba por qué dijo que iba a ir,
por qué nunca dijo que no iba a ocurrir,
y me preguntaba por qué se mantuvo tranquila todo ese tiempo,
o por qué continuó burlándose al responder,
o por qué dijo que tomara más alcohol (cosa que hice)
o que bailara con su ausencia.

Entonces no me quedó más que sonreír,
porque no era la chica,
y en realidad no tenía la plática,
ni la música,
ni la cara,
ni siquiera tenía los silencios;
y regresé a casa
y supe que la humanidad pronto se iba a acabar,
y mantuve esa sonrisa dulzona durante el camino,
pero por dentro me sentía engañado.

López

Sicilia estaba en la cama, sus grandes pechos eran tapados con una almohada que decía: «Soy el amor de tus siete vidas». Era una amante de los gatos.

López estaba del otro lado de la recamara, viendo la espalda de Sicilia y las sábanas blancas. Le preguntó cuándo había sido la última vez que había hecho el amor, después de pensarlo un poco Sicilia dijo: 19 semanas, luego se quedó callada, recorriendo las mismas semanas a la inversa, vistiéndose y desvistiéndose 19 veces; fue entonces 19 veces mujer y López la vio ahí, recostada entre su pensamiento y los gatos, López con un whisky en la mano y un tabaco en la otra. Ella miraba hacia una esquina, él se mantuvo sin decir nada… qué podía decir en esos momentos, si apenas un mes antes había llegado del campo y ahora estaba allí, con Sicilia, que eran 19 mujeres en una.

López le pidió que le mostrara la espalda con la cascada de piel escurrida hasta las nalgas. Ella era una palabra bonita y López no sabía hablar cosas bellas, no entendía, pero estaba ahí, con aquella hembra que venía del lugar donde el calor no deja de caer.

Le mendigó a Sicilia que se quitara la ropa interior, él no tenía fuerza para hacerlo, no sabía cómo hacerlo y no tenía palabras, no las sabía… pero ahí estába, al fin y al cabo con poca distancia de por medio.

Ella era una casa lejana, grande, la orilla de su sonrisa le convidaba a pasar, pero prefirió mantenerse en el porche, antes de que los huesos se helaran en su interior. -Mejor que me llegue la madrugada en las afueras de sus nalgas y no perdido en ella; pensó.

Poco después le pidió que le mostrara los libros que tenía en casa, ella lo hizo desnuda… de qué otra manera se pueden mostrar los libros si no es desnuda. Sicilia se estiró como una iguana buscando el sol, alcanzó algunas ediciones de Cortazar y Vargas Llosa; Vargas Llosa estaba desnudo, que así es como se escribe; de Cortazar ni preguntó.

Sicilia tenía unos complicados senos, grandes como un diccionario, López era muy pequeño y callado, como cualquiera al que el mundo se le viene encima y no sabe qué hacer al llegar la desdichada adolescencia. Ella era el mundo, él no era nada, la aureola de Sicilia le daba sombra; entonces empezó a refrescar en esa tierra de calor.

Bajo los pechos de Sicilia estaba la muerte, oculta, y comenzó a refrescar.

A la mierda todo

– Un whisky con mineral, por favor.

Alonso estaba en un bar, había poca gente, el mesero podía atender bien a todos y en la barra el movimiento era más bien holgado. El cantinero tomó el vaso en fila, era un vaso chato, grueso, un vaso pensado para el whisky, luego agarró la botella de Johnny Walker rojo y sirvió el tanto, lo acompañó con hielos, después sirvió el agua mineral. Lo puso frente a Alonso.

– Otro whisky, por favor -le dijo al mesero al terminar la primer bebida.

– ¿Otro igual? -preguntó el mesero cuando terminó el segundo vaso. Así le sirvió dos más. En el fondo, empotrado en la pared, había un televisor viejo en el que transmitían un partido de béisbol, la luz del lugar era escasa, la barra era de madera con una linea dorada abrazando su circunferencia.

– A la mierda todo, -dijo Alonso -a la mierda.

El cantinero se acercó, sirvió otro whisky y preguntó: -¿A la mierda todo?

– Sí, a la mierda, a la mierda con lo que pasa, con lo que me rodea, todo merece irse a la mierda.

– Bueno, hay veces que algunas cosas merecen irse a la mierda -dijo el mesero, -no creo que todo merezca eso, vaya, la mierda no es un lugar para todos, es casi para todos, pero algunas cosas no entran ahí.

– En mi caso sí, en mi caso todo se va a la mierda, que se vaya, todo lo que me pasa se va a la mierda, ya dije.

– Bueno, supongo que hay casos, como el suyo, en que todo tiene que irse a la mierda.

– Claro, -tomó el último sorbo y le indicó al mesero alzando el vaso que quería un trago más. -En mi caso nada vale, por eso vengo aquí; vengo, confieso, lo decido y cuando salga todo se va a la mierda.

– Bien, -dijo el mesero agregando la mineral al whisky. Dejó el vaso y sirvió otras bebidas que habían pedido en la mesa del fondo, donde estaba una mujer con un tipo que vestía un traje viejo, el hombre era gordo, un poco calvo. La pareja estaba platicando. Él se acercaba cada vez más a ella, ella reía y se alejaba o acercaba, según fuera el momento, no pareció molestarse cuando el sujeto puso la mano en su rodilla. En el televisor sonó el golpe de la pelota con el bate, era un home run.

Después de un rato el mesero acercó un plato con cacahuates a Alonso, Alonso tomó dos de ellos y los llevó a su boca, después, hablando casi al interior del vaso repitió: -A la mierda todo, todo.

El lugar estaba tranquilo, el cantinero se sirvió un trago y preguntó: -¿Qué se va a la mierda?

– Todo, respondió Alonso.

– ¿Cómo qué?

– Bueno, por ejemplo el trabajo, lo mando a la mierda y listo, se acabaron las responsabilidades y se acabó el pendejo de mi jefe, ya no lo tendría que aguantar. Alguien tomará mi lugar, no tardarán mucho en encontrarlo, entonces esa persona tomaría mi puesto. No es un trabajo difícil, hay que darle seguimiento a algunos envíos, a veces hacer unas llamadas, la paga no es mala y da tiempo suficiente para ir al cine o venir a la cantina, las vacaciones pagadas y está lo del seguro. Supón que el trabajo no es malo, supón que no vale la pena mandarlo a la mierda, pero lo demás sí.

El mesero estaba frente a él, dio otro trago a su bebida, la de Alonso estaba a la mitad.

– Y está la hipoteca, esa estúpida hipoteca, casi vivo para pagarla, se traga todo mi dinero, casi no se puede ahorrar y si hay algún atraso vienen los intereses, aún no llegan esas molestas llamadas que hacen cuando te atrasas demasiado, pero me han dicho que son lo peor, que hablan a cualquier hora, no quiero ni pensar en eso, a la mierda la hipoteca, no voy a dejar que me despierten a las 6 de la mañana, no señor, a la mierda, antes de que intenten localizarme ya estaré fuera del país, me largo a Honduras, dicen que las rentas son más baratas allá y la comida es buena, mejor que la de aquí. Claro, la casa no es fea, tampoco es pequeña, mejor que un departamento, y es nuestra, pero a la mierda, llevamos pagada poco más de la mitad de la maldita hipoteca, se ha trabajado mucho para tenerla, es un buen lugar, la zona no es mala, caben dos autos en el garaje y tiene un cuarto en el patio trasero en el que se puede acomodar herramienta y la aspiradora… no lo merecen, esos imbéciles que hacen las llamadas, a ellos me refiero, no lo valen, no les voy a dar el gusto de que me llamen y se burlen de mi, la hipoteca es una mierda, claro, se puede seguir pagando, da igual si no mando a la mierda la casa, pocas cosas valen la pena quedárselas, como la casa, todo lo demás, escúchame bien, a la mierda.

– Es cierto, -dijo el mesero, -la verdad es como oro liquido, todo mundo lo reconoce.

– ¿Sabes quién se va a la mierda también? Mi mujer, a la mierda, ya no la soporto, siempre los mismos reproches, siempre los mismos gastos, a la mierda ella y todos sus reproches ¿ya lo dije? bien, a la mierda, no la aguanto, tantos años de casado para que me tenga de su idiota, trabajando para sus caprichos, y verla todos los días, ¡carajo! la mujer no es fea, es guapa, la veo y es guapa, pero a la mierda, no voy a soportar sus reproches, no son tantos, pero cuando reprocha lo hace como si fuera el peor hombre del mundo, y no lo soy -volvió a alzar el vaso, el mesero comenzó a servirle un trago más. -Creía que me tenía amarrado, pero le voy a demostrar que no, que ella es la primera en irse a la mierda, junto con su familia, todo el paquete enviado a la república soberana de la mierda, boletos para todos, yo los pago, ¡horda de burros! El hermano es simpático, buen tipo, podría hablarle y vendría, ya verás, es un buen tipo, quizá a él no lo envíe a la mierda, ni a las hermanas, buenas personas las gordas esas, una buena familia, merecen el perdón, no hay por qué enviarlos a la mierda, pero si lo merecieran, te juro que no dudaría, no soy de los que dudan, los mandaría directamente a la mierda, ¿me escuchas? a la mierda; yo mando a la mierda a todo el que se lo haya ganado, aunque mi mujer me pida de rodillas que no los envíe a la mierda, no señor, no soy el rey de los caprichos, yo no consiento antojos, ella es buena, pero no es suficiente, buena mujer, sí, pero no cedería, es cierto que desde hace muchos años estamos juntos, buena mujer, ya no hay como ella, estoy consciente de eso, ahora todas andan bajándose los calzones por unas cervezas tibias, no todas, mi mujer no es de esas, ella sabe cómo apoyar, cuando me quedé sin trabajo y me ayudó, buena mujer, guapa ¿sabes? siempre conmigo, así es ella, una entre mil, fina la hembra, sabe llevar la casa, si señor, sabe cómo hacerlo, no hay reproche que no valga todo lo que hemos hecho juntos, ni a ella ni a su familia hay que mandarlos a la mierda, pocas personas como ellos… mi mujer, podría hablarle y vendría, sabe cómo hacer las cosas, por eso no la mando a la mierda, pero todo lo demás sí, a la mierda todo.

– Claro, -dijo el mesero -a la mierda todo.

-¿Sabes qué no se va a la mierda?

– ¿Qué?

– El gato, ese no se va a la mierda, todo lo demás, a la mierda, escúchame bien, a la mierda.

– ¿Como todo?

– Exacto, como todo.

De pronto un cliente se levantó emocionado de la silla, en la televisión habían conectado otro home run.

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Carta 2: 14 de Febrero, El jardín

Nos decidimos por terminar.

La visión del futuro se alejó, sin regreso. Los sonidos fueron silencio.

Después de ver todo aquello que había quedado después del pelito decidimos separarnos. Yo hubiera podido ser tú y ella alguien más, todos cometemos las mismas equivocaciones, creyendo que son únicas, pero no los son, todos cometemos los mismos errores, hilvanados a mano, con la llegada del invierno.

Me da tristeza, claro, saberme muerto ahora, porque no quise vivir. Ella también murió, aunque digan que está por ahí, que incluso parece estar viva.

Luego pasaron los años, no nos volvimos a ver, el jamás se cumplió, nos llegó la hora de no tener fuerza, de caer en el olvido. No nos volvimos a encontrar y evitamos pensar en nosotros, como si hubiéramos sido lo peor que le pasó uno al otro, o quizá me lamento más por ser sólo un recuerdo, no haber viajado a Irlanda ni ver los campos verdes, los acantilados que son bañados con la  constante lluvia, ni haber envejecido junto a ella; quizá ahora, separados, uno se lamenta por no haber construido ni andado el sendero, o quizá esté orgulloso al haber escapado de su lado, evitar que la arena del desierto llegara a nuestra puerta, quizá no fue tan malo haber huido sin haberlo intentado.

Sé que ella después se doctoró, viajó sola y luego acompañada, qué nos olvidamos con un éxito mediocre y guardamos canciones, cartas y los poemas de Tranströmer, sé que todo terminó y en donde estaba la relación ahora hay un jardín bardado de piedras blancas, en el que está prohibido pasar.

Sé que ella también abandonó Berlin.

El perro y el rey

Poco después de la muerte de Martha, nos reunimos para jugar con el cuchillo por última vez.

Llegamos al mismo tiempo, excepto Luis, que llegó cuando la primer ronda había comenzado. Abrimos la reja con cierto temor, pensando que era un lugar prohibido desde entonces, con el pensamiento de que estábamos de alguna manera reunidos todos de nuevo.

Entramos por la ventana del sótano, evitando cortarnos la mano con el vidrio roto al quitar el seguro; cuando escuchamos que se botó la manija volteamos instintivamente a los lados, como si el ruido aquél fuera a llamar la atención de todo el vecindario.

El sótano siempre había estado oscuro, nunca nos tomamos la molestia de ver dónde estaba el interruptor de la luz, caminábamos directo a la puerta para evitar que nos viera alguien desde afuera, constantemente teníamos ese temor aunque la ventana estaba a una altura baja. Ese día me fijé en los estantes y en la gran mesa sobre la que seguramente hacían los tallados de madera. Estaba el cepillo y un serrucho como los habían dejado originalmente, más allá había un desarmador con el mango rojo.

Yo fui el último en entrar, así que cuando llegué a la sala ya estaban todos acomodados. Sara estaba en el sillón hundido, ya sin la blusa, decidiendo el lugar de su cuerpo para el momento de su turno; Patricia, sin embargo, estaba paseando los dedos por los vidrios y los bordes de madera de la vitrina, señalando las pequeñas porcelanas y los recuerdos de las bodas y primeras comuniones; luego Saúl se levantó y fue a la cocina con Aletia, sacaron debajo de la estufa el cuchillo envuelto en telas viejas; yo me senté con Sara e intenté platicar con ella, pero Sara respondía de forma rápida, concentrada en que esta vez tendría que aprovechar bien la oportunidad, así que la dejé sola y fui a la recámara. Nadie había entrado a la casa desde aquella vez, menos a la recámara, en donde habían estado Martha y Saúl montados en la cama de colchas grises con olor a humedad. Vi el espejo lleno de polvo, también la perilla rota de la cómoda y los portarretratos acomodados boca abajo, todos.

Entonces escuché que me llamaban, fui caminando por el pasillo y me detuve en la fotografía en donde estaba la familia en el campo, amarilla, quemada por el tiempo de los bordes, un poco chueca.

Ya habían puesto la música cuando llegué, las bocinas viejas con la misma melodía que habíamos utilizado en cada ocasión, era parte del ritual. Ahora que lo recuerdo, todas las veces que repetimos el juego lo hicimos con los mismos elementos, sólo fue aumentando la intensidad. Las cortinas estaban cerradas, todas menos la primera de la sala por donde apenas entraba la luz, filtrada por la bugambilia sembrada a la entrada que se alcanzaba a ver desde adentro.

Ahora le tocaba el papel de reina a Aletia y a Saúl el de perro fiel. Ya estaban acomodados en el trono, que era la silla de madera pintada de verde que encontramos en la cocina, la misma en la que nos subimos para ver qué había en la alacena y saltamos cuando entre las latas se arrinconó una rata que después dejamos morir encerrada. Una semana después del raticidio castigamos a Lu con sacar al animal de ahí y tirarla, era lo justo, había perdido el juego y estuvimos de acuerdo. Ella lo hizo, pero no volvió jamás a la casa de la esquina, creímos que nos iba a delatar pero no fue así, sólo nos dejó de hablar. En alguna ocasión, cuando nos tocó atender juntos la cooperativa de la escuela, me preguntó si aún íbamos a la casa cada martes, le dije que sí, pero ella no siguió con el tema, se encogió de hombros y despachó la hamburguesa y el refresco que le habían pedido al otro lado de la barra. Nunca volvimos a hablar ni de eso ni de nada más.

Aletia estaba en el trono y Saúl sentado en el tapete marrón, que fue lo único que trajimos de afuera. Teníamos prohibido alterar el orden de la casa, así como había sido abandonada tendría que permanecer. Saúl tenía el cuchillo cerca de la mano, alcancé a ver los rastros rojos, secos en el filo.

El primer turno era para mi, así habíamos quedado, pero antes abrimos el juego con el protocolo que tantos meses nos llevó perfeccionar. Saúl parecía ansioso, todos lo estábamos, era la última vez, tenía que salir como habíamos planeado, incluso como lo habíamos logrado dos ocasiones atrás. Noté a Sara asustada, su espalda sudando y pareció salir de su concentración al escuchar el ruido de los balines correr dentro del palo de agua indicando el inicio. Señalé con los ojos cerrados las cartas y la reina dio la orden a Saúl para que fuera por ellas: -Ve por ellas, perro fiel -le dijo. Saúl gateó hacía las cartas y tomó una con la boca, la primera, y la llevó hasta el trono, donde Aletia. La reina la abrió y sonrió, entonces le pidió a Sara que se pusiera al centro y señalara sus pecados, Sara lo hizo: se acercó y dijo que el pecado había entrado por el hígado, señalando su costado. Sara temblaba. Cuando la reina lo indicó, nos acercamos haciendo el ruido de la meditación que aprendimos viendo un documental. Al rodear a Sara el perro fiel le preguntó qué quería, si confesar o extirpar, fue entonces cuando Luis llegó.

Alia.

El día que llegó huyendo de la vergüenza, la central estaba vacía, no había nadie, unas pocas personas arrinconadas en las sillas, imitando la forma de los armadillos o las cochinillas, escapando del frío, cubriéndose con pesados sarapes a cuadros azules y blancos, con gruesos hilos en las orillas, percudidos y olientes a desánimo. Ni los vigilantes de la central se animaban a salir, pues temían que las manos se les resecaran, y al no tener mujer que les humectara la piel con crema rosada, preferían quedar dentro de los cuartos destinados a las escobas y trastes.

Bajó del autobús, poco antes escuchó la voz del chofer gritar el nombre del pueblo, adentro del camión, en la carretera, la lluvia se había filtrado por las ventanas, escurriendo hasta los asientos de la orilla, justo donde ella viajaba, así que el pantalón estaba mojado, la blusa estaba mojada y la chamarra estaba mojada. Tomó la bolsa que se encontraba en el maletero superior y bajó los escalones, antes de darse cuenta el camión había partido, sólo se había detenido en ese lugar para dejarla ahí, abandonada a su suerte, que si no hubiera sido por ella, el camión habría seguido derecho por la carretera para evitar el frío cortante de diciembre en el monte.

Era muy de madrugada, no había servicios de información. Fue al baño y abrió el grifo para lavarse las manos, el agua tardó en salir, haciendo ruidos y empujando el aire escondido de la tubería y cuando salió, pequeños trozos de hielo se formaron al contacto con la porcelana de los lavaderos, la barra de jabón estaba agrietada, aún así se tuvo que lavar la cara y el cuello, le dolió el agua y la piel se retraía a su contacto, cuando se desabrochó la blusa para lavar por debajo de los brazos -el único lugar caliente que conservaba- los poros se abrieron indignados.

Salió con la maleta hacía la catedral del pueblo con la intención de santiguarse antes de buscar a Blanca, caminó unas calles empedradas, el sol todavía se resistía, y sólo alguno que otro perro se aparecía con la cola metida entre las patas, caminando rápido, buscando un automóvil recién estacionado para meterse debajo de él mientras el motor se encontrara caliente, pero eso no ocurría, porque nadie había llegado en toda la noche, de modo que los perros regresaban a una esquina para protegerse del viento o morir en medio de la calle. En estas épocas del año no era difícil encontrar animales muertos en la calle por el frío, lo que más había eran pájaros y chapulines congelados, con las patas duras que no pudieron saltar más por la helada, entonces se les caían las antenas y morían segundos después. Los pájaros parecían rocas huecas que de pronto caían de los árboles.

Pensó en mantenerse caminando para no sentir el frío. Cuando llegó a la alameda se puso a andar en círculos, frotándose los brazos con las manos y llevándose el cuenco de las manos a la boca para calentarlo con el escaso vaho que producía. Así esperó hasta que los rayos del sol aparecieron y fueron ganando terreno en la piedra de cantera, entonces supo que había sobrevivido y que podía buscar a la prima Blanca para pedirle ayuda.

Tenía poco dinero, el suficiente para comprar atole o chocolate caliente y que el estomago se moviera un poco, ella creía que su estomago también estaba congelándose y se asustó. Parecía que el pueblo estaba despertando lentamente. Como no conocía los locales y costumbres del pueblo regresó al único lugar que sabía, la central de autobuses, esperando que las tiendas estuvieran abiertas, pero no, cuando llegó todo seguía igual, los mismos bultos arrinconados, sin señales de vida, quién sabe si lo que estaba bajo las cobijas eran hombres o paquetes de hierva santa. En ese momento comenzó a desesperar, porque no sabía qué hacer ni por qué había llegado aquí, sólo una vez recibió carta de la prima, una sola, y eso le fue suficiente para decirle al taquillero que quería un boleto para ese pueblo, estaba segura que la prima la recibiría; pero esto era tan distinto a una visita familiar y hacía tanto frío que empezó a perder la fe. Regresó de nuevo a la catedral, porque al menos ahí había algo de sol y podría calentarse la espalda y la ropa que seguía húmeda y le quemaba la piel.

Cuando llegó a la alameda se encontró con que ya había gente por ahí, hombres con sombrero y calzón largo blanco, cargando sobre la espalda metates y costales, y las mujeres llevaban vacías las bolsas del mandado tejidas con hilos de plástico rojo y azul, con agarraderas blancas, aseguradas con doble remache para que no se reventaran con los kilos de frijol, papa y limón, con los huauzontles y los elotes, pues aún no regresaban del mercado, apenas iban a él. Al ver eso volvió la sonrisa a su cara, que desde que recibió la noticia había perdido. Se sentó en una banca y por fin pudo cerrar los ojos y ver a través de los párpados cerrados el rojo traslúcido del sol. Se despertó hasta que el ruido del pueblo fue aumentando y los murmullos de las conversaciones llegaban por un lado y desaparecían por el otro, abrió los ojos y notó que su pecho estaba cálido y tranquilo.

Se dirigió a casa de la prima, preguntando a la gente dónde estaba la calle General Felipe de Jesús Ángeles, y le decían que para allá, y ella seguía. Cuando estuvo frente al portón tocó fuerte, se escuchaban las gallinas adentro, y un perro ladró cuando el cerrojo se golpeó contra la lámina, tocó tres veces hasta que escuchó que se abría una puerta adentro, escuchó el rechinar del mosquitero, seguido del sonido de la puerta estrellándose contra el marco de madera por el resorte que la mantiene cerrada. El portón se abrió, fue un hombre el que salió al encuentro.

– Papá -dijo sorprendida- ¿qué hace usted aquí?

– ¿Pues qué cree usted que hago? esperándola, sabía que vendría aquí, ¿que acaso no soy su padre para saberlo? -Y se hizo a un lado, indicándole que pasara a la casa. Se notaba el enojo en sus ojos, también la tranquilidad por haber acertado en la intuición. Con la enrome mano le abrió el paso para que se encaminara a la casa, a ella no le quedaba otro remedio más que pasar, explicarle por qué lo había hecho y suplicar que no tomara medidas en su contra.

Adentro estaba la prima Blanca, desbaratada por los nervios, y sobre la mesa había unos pocillos de peltre con café caliente, por un momento olvidó todo cuando vio el humo del café escapar fuera del traste, los gallos estaban picoteando la tierra afuera, ya no importaba mucho, porque el café, el café estaba caliente y en ese momento sólo le importó eso, ya para lo demás había palabras y lo más probable es que tuviera que soportar la carretada de golpes y humillaciones, la ira de su padre que finalmente había descubierto todo, pero para ella todo estaba bien porque hacia mucho no tomaba café.

La dejaron sentar y comer pan tostado, había nata que nunca había estado tan dulce, no hubo necesidad de azúcar, comió sin voltear más que al plato y la taza, cuando hubo terminado, aún sin levantar la mirada dijo: -¿Y cómo se dio cuenta? ¿quién lo sabe?- entonces el padre soltó toda la letanía que había ensayado desde ayer y toda la noche: qué cómo creía que eso iba a pasar desapercibido, si era muy lógico que fuera eso, ni que estuviera pendejo, porque podía ser un hombre de campo pero tenía educación, tenía principios, y creía que eso era lo que le había inculcado a los hijos, a ella y a su hermano, y pensaba que quizá algún día su hermano iba a darle un disgusto, pero nunca su hija, no la creía capaz, por eso comprendía y al mismo tiempo no, porque lo que había hecho la hija era muy grave, sabía que no había de otra más que irse, alejarse, porque eso que hizo ni modo de ocultarlo, no se podía ocultar, tarde o temprano iban a darse cuanta todos en el pueblo y sabrían por qué se había fugado la hija, tan lógico, pues si siempre estaban juntos, ni modo de no saberlo, había hecho bien en irse, hacer lo que había hecho, pero debió avisarle al padre, porque juntos hubieran podido hacer las cosas más pensadas, aunque este lugar alejado estaba bien, y él se dio cuenta que estaba aquí porque era la única carta que había recibido en su vida, la de la prima Blanquita, y se la pasó contándole a todos que su prima le había escrito, era obvio que el lugar más lejano que tenía era este, por eso en cuanto supo todo tomó el camión y vino para acá, ganándole la partida a la hija. Cuando llegó el padre con Blanca aún no llegaba la hija, ella paseaba en la madrugada por las calles empedradas.

Alia se soltó a llorar, lloró tanto que el cielo se nubló y cayeron las primeras gotas en la tierra y en los vidrios de la casa, lloraba de coraje, de sentimiento, lloraba como sólo se llora una vez en la vida, y ese era el momento para ella, y cuando alguien llora así no se puede hacer nada porque es triste y es hermoso, por eso el padre dejó que llorara y se acercó despacio, la abrazó y también le escurrieron las lagrimas de dolor hasta el bigote.

-No se preocupe hija, ya todo está bien.

Pero Alia no podía dejar de llorar, porque en el llanto recordaba todo, cómo lo había conocido, las primeras miradas y la emoción de verse afuera de la iglesia, después de misa de diez, la escuela y los rumores entre amigos, acercándolos, las salidas en grupo y las salidas en solitario, la luna y el viento que justificó el abrazo, lo que se habían prometido y las caricias sinceras que dibujaban las lineas inconexas en la palma de la mano no podían estar equivocadas, esas manos quedarían juntas, hechas para eso, cuidadas para jugarse al amor, eso creía antes de las fiestas del pueblo, ese era el día que venían planeándolo desde hacía unos meses.

– Cálmese hija, ya todo está resuelto -le decía el padre.

– Cómo va a estar resuelto si usted se dio cuenta y por eso está aquí y yo también, ya todos van a saberlo y yo ni cómo volver, usted no podrá estar en paz ni volver a ser el señor que era, por mi culpa, creí que había tenido cuidado pero ya ve usted que no, pero lo que pasó no fue cómo cree papá, yo no quería.

– Hija -decía el padre- no me está escuchando, ya todo está resuelto le digo, ya hablamos en casa y mire que usted puede estar tranquila, verdad de Dios que si.

Pero entre más palabras de consuelo decía don Gabriel, más lagrimas le afloraban en los ojos a su hija, respiraba con dificultad, los brazos le resultaban cansados, caídos de tanto esfuerzo.

– Mire hija, – le dijo don Gabriel mientras la sostenía por los hombros- le digo que todo está bien, yo encontré el cuerpo primero y me lo llevé a donde al terreno del tío, ahí donde no hay nadie y sólo pasta de vez en cuando el colorín, ahí lo enterré.

Alia no dejó de llorar. Afuera lloviznaba.

Imagen de Ariadna Pineda