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Los escritos de Fernando Benavides

Etiqueta: muerte

Desierto

Las paredes gotean vacío
y muy a mi pesar
no ocurrre nada alrededor,
y el mundo no se rinde ante la sinceridad.

Las cosas no ocurren
ni de una forma
u otra,
y los años se acumulan
pesados y nublados.

Cargo sobre la espalda
los dias no logrados,
los abandonos,
los sueños podridos,
las palabras encadenadas.

El miedo despierta conmigo,
el sueño a veces regresa,
los muertos dejan de hablar
y las montañas de mi sangre
se desmoronan donde no deben caer.

Entre más seguro estoy
del lugar al que debo seguir
más perdido me encuentro.

ahora soy
todos los dias que no me levanté,
y gasto mis palabras
en sobrevivir;
alejado de la inmortalidad
y los oidos de Dios.

En realidad somos
lo que no planeamos,
y estamos
donde nunca quisimos estar.

Quizá más adelante
haya sentido
a la desesperación
y a todas las preguntas.

O quizá
sólo se acaben los días
como un río
que finalmente se encuentra con el desierto.

Lejos

En la noche me pongo a cazar recuerdos,
y me encuentro solo
en la inmensidad de los muertos.

Estoy condenado
a la desaparición de mi tranquilidad,
y el descanzo
es algo que comienzo a olvidar.

Estoy buscando el silencio,
y nada me acerca a él;
estoy ahogando
la madrugada en mi bebida.

Es imposible dormir
cuando el tiempo se acaba,
y se hace tarde por vivir.

En ocasiones
la soledad se siente en el pecho
y la desesperación llega en forma de calma,
y te ata a su suerte.

Melba

La tía Melba murió una semana antes de Navidad, aún se escuchaban tronar los cohetes del 12 de diciembre y hacía frío, en la noche y debajo de las sábanas hacía frío.

Las cosas se pusieron difíciles para la tía Melba con 90 años de edad y la cadera rota, aun así la querida vieja se conservaba hermosa, tras sus ojos cada vez más verdes se reflejaba el agua por la que su alma habría de andar a tierras mejores, menudo descanso merecido.

Mi madre y yo fuimos a verla porque estaba en recuperación de su caída, el relicario que tenía por corazón seguía dando imágenes para creer que el mundo valía la pena y ella, la última persona viva de la primera familia Roldán, había llevado con dignidad el estandarte familiar desde Texas.

Yo creí que la tía iba a salir de esta, había permanecido empolvada pero viva, lo pude ver cuando estuve con ella y terminamos hablando en inglés sobre su padre y su madre, también de pasteles y manzanas cocinadas al horno, un estilo americano que no he probado, sólo escuchado.

Quizá la tía merecía un descanso, pero me queda la mala sensación de no haberle llevado chocolates, aunque nos lo prohibieron por su dieta, supongo que un acto revolucionario como ese no le hubiera hecho mal cuando le quedaban tan sólo tres semanas de vida; todos deberíamos tener chocolates de contrabando bajo el tabaco, sólo por no dejar.

Es una lástima, quería escribirle un cuento, una historia ligera e ir y leérsela, sus ojos ya no le permitían el último placer del que gozaba: la lectura; así que cuando fuimos a visitarla pensé en escribirle una historia y leer para ella, hubiera sido un buen acto de no ser por el egoísmo del tiempo, la desdicha de no conocer el futuro o la tranquilidad de ignorar cuándo vamos a morir. Algunas personas mueren una semana antes de Navidad.

Quién sabe, quizá sí le escriba una historia o comience a escribir bajo la verdad, se lo debo por darme a conocer el mayor de los tesoros cuando, en medio de nuestra última plática se acercó y me dijo al oído, con mis manos en sus manos: «Tú eres Nando Roldán.»

Gracias tía, navega a salvo por tus ojos verdes, y llega a tranquila tu destino.

Escrito por Nando Roldán.