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Los escritos de Fernando Benavides

Etiqueta: Soledad

10,000 millas, 100 lenguas

Perderse es fácil,
mantenerse perdido no tanto;
hay que ser muy necio,
o muy tonto,
o estar adquiriendo la seguridad de 10,000 millas
para quedarse aquí,
y tener el hígado de un toro bien criado
para soportar la partida de todos,
y ver la llegada de los botes
repleta de nuevos perdedores,
que quieren quedarse aquí,
o cayeron por alguna razón,
y pronto se irán
con una Mariantonieta
enmarcando su batalla interior
y su respectivo triunfo temporal.

Uno es el fiel imitador de la soledad
y el que primero abandonó a dios,
el que no perdió nunca el control,
y nunca quiso devolver la luz de salida
ni el faro de la desesperación.

Se gastan lápices completos
y súplicas,
se agotan los engaños propios
Y las 100 lenguas que se han de hablar.
Se deja de escuchar,
te dejan de escuchar,
la espalda rota pierde la memoria,
y vuelve a continuar.

Ojalá hubiera más colores en la noche,
ojalá hubiera perdón;
pero me quedo a consolar,
porque no encontré a nadie más aquí.
Es posible que la gente se marche,
al renunciar al abandono
y seguir adelante
a las 2 de la mañana.

La lumbre y los geranios

Es inevitable recordar,
sobretodo en las noches de cansancio,
cuántas veces
hemos estado con alguien
y de pronto decidimos no seguir.

Nunca sacas algo bueno de la muerte de los geranios,
salvo algunas honrosas excepciones,
que realmente son pocas
y son bellas.

De las personas nos quedan memorias
de las noches y la lumbre,
las luces, los intentos
y recordar que estuviste acompañado
alguna vez,
para entender poco,
o mucho,
o quizá entendiste que con algunas personas
no se puede entender,
y por eso huiste,
con la poca braza que quedaba
de aquellas noches
y de aquellos tarareos calcinados.

Después te encuentras,
sin saberlo,
recordando todo aquello,
solo,
o sola,
y así,
sin más,
sabes que las cosas
no estuvieron tan mal
pero ahora están mejor.

Están salvando al mundo

Me parece que fue un sábado cuando conocí a una chica de labios rojos
y cabello negro, no muy largo;
no pensaba que sería tan guapa, pero lo era.
Tenía una cintura pequeña y piernas hermosas,
largas,
además, su escote era una cascada de pensamientos obscenos.
Estuvimos bajo el sol y las nubes habían desaparecido,
incluso la ciudad parecía un poco abandonada.
No recuerdo el momento, pero de pronto estábamos besándonos.
Sus besos eran justo como ella:
grandes y provocativos.
Bebimos cerveza, ella usaba una blusa blanca
y había algo que no podía dejar de ver,
un lunar clavado en su pecho,
tan encerrado que parecía rogar ser rescatado en cada botella de cerveza que vaciábamos.
Quizá yo no era tan agraciado,
pero al menos en ese momento a ella no le importó
y seguimos besándonos.

Comenzamos viendo algunos edificios desde la cima de una sala,
el sur estaba frente a nosotros
y terminé por desarroparla poco a poco
hasta liberar aquel lunar tan privado de su voluntad;
yo lo liberé.
Aquel fue un juicio justo,
necesario.

Necesitábamos comer algo así que fuimos a ello,
en el lugar pedí otra cerveza y ella un refresco,
aquello estaba comenzando a terminar;
hablamos durante la comida,
pero nos habíamos entendido mejor sin ropa,
ya era diferente lo que hacíamos,
ya no estábamos buscando coincidencias.
Pronto nos despedimos,
ella buscando un camino
y yo buscando quedarme en donde mismo.

Nos llamamos en algunas ocasiones,
pero no logramos concretar nada,
había mucha distancia entre nosotros.
El lunar se fue con ella,
aunque libre.

Uno o dos meses después
me pregunté qué se había hecho aquella mujer
de labios rojos y piernas largas
que había dejado ir sin dudar.

Supe que ya estaba saliendo con alguien,
alguna coincidencia extraordinaria le había ocurrido
y ahora estaba feliz con aquella oportunidad;
yo estaba sangrando,
solo, frente a los edificios, una vez más.
No pude mas que alegrarme,
ver a dos personas en mutuo entendimiento
siempre es una buena razón para estar tranquilo.

Uno tiene que saber
que aquello de ser novios
no es para todos,
no lo es para mi,
pero aquellos que lo logran
están salvando al mundo,
se ruegan no abandonarse,
se firman tratados en la piel,
y eso es bueno;
hacen el trabajo de nosotros, los egoístas.
Está bien que haya salvadores,
y se levanten más de una mañana juntos.

Bares de categoría

Cuando voy a un bar,
un bar de cierta categoría,
de esos en los que la música no dice nada
y las bebidas son malas
y caras,
no me fijo en los asistentes
(a los que quizá envidie)
sino en la gente
que no pertenece
e intentan sacar algo de ahí;
como el señor que vende figuras de peluche,
o rosas,
el que ofrece discos,
y sin tomar una copa
está más perdido que los bebidos,
y quiere salir de ahí.

Las mujeres por lo general son hermosas,
muy hermosas,
y visten buena ropa,
el cabello llega hasta sus hombros
como si hubieran nacido así de bellas;
se acercan el vaso a los labios,
y mojan la orilla
mientras sus acompañantes
aparentan platicar
cosas interesantes.

Lo mismo me pasa con las construcciones
de los negocios que no funcionan,
y llegan otros a tirar las paredes
con mazos y picos
para poner otras paredes;
me llega un pesar
al ver que lo que estaba
no funcionó,
no me gusta ver
cómo las ideas aquellas
se caen,
destruidas por los mazos;
siento nostalgia por el derrumbe
de esos vidrios
y paredes
cuando los veo cambiar.

Luego sigo caminando
sabiendo que no tendré
a las mujeres
de los bares de categoría,
con sus lindos lentes
y pantalones ajustados,
usando dulce perfume
y ropa interior costosa.

Sigo caminando,
esperando ver
alguna construcción
que no haya caído
y me devuelva la poca fe
en las personas,
y que el mundo no se vuelva un bar de categoría
al que no pueda entrar.

Mientras la bebida se mantiene fría

Suena facil,
esto de decir cosas,
y declarar bienes,
mientras la bebida se mantiene fría.

Esto de escribir,
abandonar mujeres para hacerlo
y escribir de nuevo sobre ellas;
cuán absurdo suena
siendo verdad.

Esto de preguntarse por qué amas tanto a una persona
y no la puedes dejar,
aunque la dejes
o quieras regresar.

Amar a una persona también es alejarla.

Pero no tenemos mucho que ofrecer,
más que una penitencia larga y personal,
grande como el infierno,
o como debería ser ese lugar,
caliente y sin descanso,
que nos dificulta avanzar,
en el que tenemos una bebida fría
que nos permite continuar.

Hace mucho queremos empezar
pero ya estamos viejos
y no hay con quién,
o la hemos perdido.
Quizá ya hemos dicho lo que teníamos que decir,
hecho lo que teníamos que hacer
y sólo nos resta repetir.

Quizá tengamos que prepararnos a morir
como el toro en cada corrida,
que lucha hasta el final,
que hasta el final hace por morir de pie.

Suena facil
seguir buscando espacios,
cuerpos,
tremendos silencios.

Esto de creer que existen recovecos en la piel,
donde pueda llegar la noche
y aguardar el día;
buscarlos con desesperación,
una y otra vez
y otra vez regresar a escribir.

Pero no termina,
ni acaba de empezar,
quizá mañana me den sombra unas piernas,
y a mi lado tenga una bebida,
que con suerte se mantenga fría.

Creía

Creía que sonaba
entre las piernas de una mujer,
tras la ropa,
bajo sus manos,
bajo su pecho;
aunque buscara sus ojos.

Creía que sonaba en el consentimiento,
el consentimiento mutuo,
y la depravación.

Creía que aquello aparecía con timbre de mujer,
o con silencio de mujer.
Con pasión y arrepentimiento,
con las sonrisas,
sobretodo con las sonrisas
y en la queja de la ruptura del brassiere.

Creía que sonaba cuando sólo una luz quedaba
para alcanzar a ver de dónde provenía.
Creía que sonaba dentro de su boca,
de sus dientes mordiendo sus labios
y sus ojos cerrados a las 3 de la mañana.

Creía que sonaba en cada cama
en cada sala
en cada colchón
en cada intento;
pero no,
no es así y cada vez suena menos.

Sigo buscando ese sonido que se ha perdido,
que antes pensaba estaba en cada mujer,
fuerte como la más grande campana
que anuncia la más grande guerra;
que quizá no exista
y busco por error.

Caen

Los hombres caen
de los altos edificios donde trabajan,
las mujeres caen
el día después de su boda;
todos en la noche caemos,
nos estrellamos acabados,
con un vago recuerdo de lo que fue el día,
hace unas horas,
hace poco tiempo.

Vamos al cine,
y nos apiadamos de nosotros mismos,
creemos ser lo que vemos,
pero tenemos tan pocos momentos que nos pertenecen,
tan pocos,
tan contados,
tan sedientos.

Las horas caen,
una a cada lado de la cama;
caen los sonidos,
hasta dejar desamparado al camión,
al avión,
al perro desesperado,
a la pareja peleando,
a las ratas despertando,
al ruido de la pluma,
y las teclas andar.

Recuerdas a todos en la reunión de anoche,
las risas que eran hermosas,
las sonrisas que insinuaban,
mientras tocábamos la oscuridad,
como si la conociéramos,
como si pudiéramos decidir.

Y ahora aquí estamos,
mientras las muelas del tren
hacen ruidos espantosos,
mientras los hombres
y las mujeres,
caen alrededor nuestro.
Y nos orillamos
los enterramos,
dándoles un decente funeral.

Pequeños cuartos

Mi vida se ha formado en pequeños cuartos;
las cosas importantes,
los cuadriláteros donde he peleado,
solo,
sin testigos,
han sido pequeños cuartos,
con sarapes de grandes cuadros
de color café, azules, o verdes,
que me han quitado el frio de la madrugada
y levantan mis pies del piso.

Algunas veces han sido cuartos
donde la base de la cama es de concreto,
otras de metal,
y algunas veces no ha habido mas que un colchón.

Escribo por la noche;
me despierta el frío en la espalda
como si me levantara un dios vagabundo,
que no tiene dónde dormir,
y quiere compañía.
Dios siempre está abandonado.

Pienso en toda la gente que se levanta a esa hora,
alistándose para el trabajo,
despertando a sus hijos para la escuela,
y en cómo esos niños odiarán esa hora,
por una mala causa.

Siempre,
en esos pequeños cuartos,
he estado solo,
he escrito libros enteros
dentro de esas paredes,
sobre una pequeña mesa de madera
y una silla arañando el piso
de azulejo barato.

Ninguna mujer se hubiera atrevido a entrar a esos cuartos,
ni yo las hubiera invitado.
Otras veces no han estado mal los lugares,
incluso hasta podría extrañarlos,
y recordarlos con tranquilidad.

Desde ahí escucho el ruido de los camiones a la distancia,
y a los perros ladrar,
a veces en los cuartos de al lado
se escuchan los suspiros
de una mujer embestida en placer;
otras se escucha el rugir de la bomba de agua,
y otras más sólo está
el ruido de las teclas de la maquina de escribir,
desesperado,
negociando que no se vaya la madrugada.

A veces hay cucarachas,
las cuales odio,
pero constantemente están
en todos los lugares,
de cualquier clase,
puedes nombrarlas;
todas las he visto,
mientras agonizan,
y hago lo mismo
en esos pequeños cuartos.
Una especie y la otra no tienen diferencia
cuando los dos mueren a su manera,
luchando por la vida
sin que alguno lo consiga.
Morimos todos los días.

En esos pequeños cuartos,
donde se pelea por decir algo,
donde pocas veces se consigue,
donde siempre se intenta,
es donde recuerdo
que he pasado buena parte de mi vida.

Ir y regresar

Aquí está la verdadera soledad,
lejana de vencer,
aunque se quiera tanto,
aunque se llore a los seres queridos,
aunque a uno le duela la piel,
y nadie esté para abrazar.

Aquí están los recuerdos,
cuando ibas camino a la ciudad,
sin que nadie te esperara allá,
ni nadie te pidiera regresar.

Todos estaban espiando
sin entender por qué uno va y regresa,
por qué uno se mueve,
se aleja;
sin saber por qué siempre es mejor irse
a quedarse.

Está el camino junto al olor de mar,
los pensamientos aquellos,
el querer encontrar a alguien
y susurrar a los oídos que quieran escuchar.

Están las noches abandonadas,
los desvelos,
los fracasos que son el paso del exilio,
y el ruido de la arena al caminar.

Están los descubrimientos
que se hacen cuando no hay nada que encontrar;
la sinceridad,
de una vida sin rumbo,
y todas las veces que crees ser feliz
sin tener a alguien para confesar.

Están los vuelos a París,
los caminos en el aeropuerto;
está ver los desaires,
y no ser nada de lo que has pensado.

Está la noche,
que no acaba,
que tiene que regresar,
que tienes que andar,
sin que nadie vea,
ni te pida continuar.

Aquí está la verdadera soledad.

Quieres lo que se ha ido

Uno quisiera amar,
de verdad lo quisiera;
se intenta una y otra vez,
como si amar fuera beber,
o fumar,
o ver un semáforo que cambia de color y luego repite otra vez;
uno quisiera y se anima a hacerlo,
como cruzando la calle,
pero no hay alguien del otro lado,
y después nada,
te miras en el gran vidrio de la tienda de abarrotes
y tienes menos cabello,
tienes la piel quemada,
y nadie te acompaña,
nadie cruza la calle.
Aunque siempre hay alguien que quiere estar contigo,
debe haberla,
la miras
y sabes que está bien,
pero no la quieres,
por eso te mantienes solo;
cruzas la ciudad buscando un bar decente,
donde pongan a Dylan
y te den una cerveza,
y haya una barra,
una barra es importante,
pero no las hay en esta ciudad,
entonces buscas un camión
para poder salir de aquí,
y cuando te alejas sientes tranquilidad,
te enamoras de los recuerdos,
te enamoras de nuevo de los 30 pares de senos que recuerdas,
que extrañas,
que se han ido.