Todo ha caído
por fernandobenavides
Todo había caído. Era una mañana al final de la semana y estaba nublado, cada tanto el cielo soltaba pequeñas descargas de lluvia y, aunque eran esporádicas, mantenían un ambiente de nostalgia andando por las calles, entre automóviles y paredones.
Todo había caído. Un día antes Rebeca se enteró del fin de su vida como la conocía, o el principio de una nueva, aunque todavía no lo veía de esa manera; también Roberto se había ido de la casa que, después de prometer lo contrario, se metió por las venas una aguja con heroína rebajada con cloro, apenas el suficiente para que corriera con fuerza desembocada la sustancia por su sangre, ya lo había hecho antes.
Yo me levanté tarde, pero parecía apenas el inicio de la mañana por el tono gris que le da la lluvia al día. Aún en la cama voltee la cara y vi a Lissette a mi lado, ella era mía y estaba dormida; en la noche, después de habernos bañado juntos, nos quedamos dormidos, supe que había tenido pesadillas, no sólo por el acostumbrado rechinar de sus dientes, sino por el grito que la levantó en la madrugada, después la abracé y pareció olvidar lo que había soñado.
Me senté en la cama despacio, me puse los pantalones, un zapato estaba perdido debajo de la cama y el otro en medio de la recamara, salí al baño para lavarme la cara y vi sobre el lavabo una loción de tono morado para ahuyentar la mala suerte, me puse un poco. Fui a la cocina, desde hacía días me dolía la mandíbula por el golpe, saqué un frasco con calmantes y me serví un vaso con agua, mientras el vaso se llenaba escaparon grandes burbujas dentro del garrafón. Aire buscando aire. Luego me tomé las medicinas y salí para la oficina.
En el camino crucé debajo de un puente por el que años atrás pasaba el tren, ahora sólo están la vías y más adelante, a las orillas, hay una especie de ciudad perdida, así le llama Lissette a esas casas que se encuentran a la vera, por donde está un altar dedicado a la santa muerte, un altar grande aquel. Cuando pasé por el puente vi a una señora caminando en sentido contrario al mío, en muletas, le faltaba una pierna e iba trabajosa por aquella calle que, hay que decirlo, tiene una inclinación considerable. Cuando pasó a mi lado la escuché balbucear algo, pero el ruido de los camiones pasando me impidió entender lo que decía, luego voltee la mirada y la vi arrastrándose sentada por el terreno baldío hasta llegar a un árbol, lo último que alcancé a ver fue cómo se abrazaba de un tronco muerto.
El resto del trayecto pensé en cómo habían cambiado las cosas, cómo afrentaría Rebeca la muerte de Eric, y el basurero dónde ahora seguramente vivía Roberto, con la jeringa colgando de su brazo, dándole un poco de tranquilidad en medio de las ratas y los ratones andando por su espalda al estar sentado recargado en la pared.
Mientras tanto Lissette y yo habíamos empezado a empacar, la casa ya tenía dos o tres cajas en espera, los libros estaban apilados por categorías y pronto estaríamos buscando una nueva casa, hecha con ladrillos rojos que resistieran el viento y con ventanales grandes, donde pudiéramos ver cómo cae la lluvia, después de una mañana nublada.